Sangre y sacrificio: la verdadera historia de "La Sirenita" (Parte I)


[Este texto no es mío, como es natural, sino de un tipo bastante raro llamado Hans Christian Andersen (1805-1875), danés de nacimiento y aficionado a traumatizar a generaciones de niños con cuentos tristes que acaban mal, o por lo menos no del todo bien. Nunca suenan campanas de boda en las historias de Andersen, el príncipe nunca besa a la heroína, y quien esté esperando a que termine la historia para aplaudir y lanzar confeti, ya puede ir preparándose para escuchar un cuento de los de antes. Despedíos de aquella simpática Ariel de ondulante cabellera pelirroja y del príncipe Eric. Decid adiós con la manita al cangrejo Sebastián y relegad al olvido al estúpido de Flounder. Eerase una vez.....]

Mar adentro, las aguas son tan azules como las flores del aciano y tan transparentes como el claro cristal; pero el mar es allí muy profundo, tan profundo que las anclas de los barcos no han podido alcanzar jamás el fondo marino. Pues bien, allá abajo vive el pueblo del mar. Pero no penséis que en esas profundidades no hay más que arena blanca. No, allí crecen árboles y plantas maravillosas. Toda clase de peces, grandes y pequeños, se deslizan por entre las ramas, al igual que los pájaros en el aire. Y en lo más hondo está el castillo del rey del mar; sus paredes son de coral, sus largas ventanas apuntadas son del ámbar más transparente y el techo está construido con conchas que se abren y se cierran con el movimiento de las aguas.


El rey del mar era viudo desde hacía muchos años, y su anciana madre gobernaba el castillo, una mujer de excelentes cualidades, y la principal era que amaba con locura a sus seis nietas, las princesitas del mar. Las seis eran muy hermosas, pero la menor era la más bella de todas; tenía la piel suave y delicada como un pétalo de rosa, y sus ojos eran tan azules como el mar profundo, pero, al igual que sus hermanas, carecía de piernas, porque su cuerpo terminaba en una cola de pez. Las princesitas se pasaban el día jugueteando en los amplios salones del palacio, en cuyas paredes crecían hermosas flores llenas de vida. Los peces entraban nadando por los ventanales de ámbar del salón y se acercaban a las seis hermanas, comían de su mano y se dejaban acariciar. Sin embargo, para la pequeña, no había mayor placer que oír hablar a su abuela una y mil veces del mundo lejano de los seres humanos. 
-Cuando cumpláis quince años – dijo un buen día la abuela-, se os permitirá subir a la superficie del mar, sentaros en los arrecifes a la luz de la luna y ver pasar a los grandes barcos. 
La pequeña criatura soñaba: si alguna vez una especie de nube negra se deslizaba sobre ella, la sirenita sabía que se trataba de una ballena o de un barco navegando, pero…¡qué lejos estaban los marineros de imaginar que una preciosa joven se hallaba en las profundidades y tendía sus blancas manos hacia la quilla de su nave!

La mayor cumplió por fin quince años y subió a la superficie del mar. Lo más hermoso, decía, era tenderse en un banco de arena a la luz de la luna y contemplar la gran ciudad, en la que brillaban luces como miles de estrellas; había oído música, hablar a los seres humanos y tañer campanas de iglesia. Pero no se atrevió a acercarse más.

Al año siguiente, la segunda hermana emergió a la superficie justo cuando el sol se estaba poniendo, y el espectáculo que presenció fue grandioso ¡Todo el  cielo parecía de oro y las nubes eran de  una belleza indescriptible, pues estaban pintadas de rojo y violeta, y se deslizaban suaves por el cielo! La sirenita se quiso acercar nadando hacia al sol, pero éste se hundió en el agua, llevándose consigo los colores del mar, del cielo y de las nubes. La tercera de las hermanas era la más atrevida de todas, y al año siguiente subió nadando por un ancho río y vio colinas verdes con viñedos, castillos y granjas que asomaban entre espesos bosques. En una pequeña cala vio a unos niños que juagaban desnudos en el agua; pero cuando se acercó a jugar con ellos, los niños se asustaron y echaron a correr.

La cuarta hermana era la más tímida, y se quedó en alta mar, muy lejos de la costa. Pero decía que aquel era el lugar más hermoso, pues desde allí se podía ver muchas millas a la redonda, y el cielo semejaba una gran campana de cristal. Unos graciosos delfines saltaron ante ella y, a lo lejos, la sirenita vio a unas enomes ballenas despedir chorros como una fuente.

Cuando le llegó el turno a la quinta germana era pleno invierno, por lo que el mar estaba verde y en él flotaban icebergs tan hermosos como las perlas y más altos que los campanarios de los humanos. Aquellos témpanos tenían formas extrañas y relucían como diamantes. La sirenita se había sentado en uno de los más grandes, y al verlo, los marineros que navegaban por las inmediaciones se aterrorizaron y se apartaron de la ruta donde se hallaba aquel temible iceberg y la sirenita de hermosos cabellos arremolinados por el viento.


Por fin, la más pequeña cumplió quince años. Su abuela le puso una guirnalda de lirios blancos en el pelo y ordenó a ocho ostras que se pegaran a la cola de la sirenita, para que todo el mundo supiera que era una princesa.  Luego ascendió ligera como una burbuja. Cuando la joven sacó la cabeza del agua, el sol estaba a punto de ponerse, el aire era suave y fresco, y el mar parecía un espejo. 


La princesita vio una nave de tres palos, y a asomarse a través de sus ventanas puedo distinguir a mucha gente ricamente vestida y a muchos marineros, pero el más hermoso de aquellos seres humanos era un joven príncipe de grandes ojos negros. No parecía tener más de dieciséis años, y esa era, en verdad, su edad. Aquel mismo día celebraban su cumpleaños con una gran fiesta. Los marineros bailaban en la cubierta y, cuando el joven príncipe salió a verlos, dispararon centenares de cohetes. La noche se iluminó como si fuera de día y la sirenita se asustó tanto que se sumergió. Al sacar de nuevo la cabeza le pareció como si todas las estrellas del cielo estuvieran cayendo sobre ella. Jamás había visto fuegos artificiales.

Se hacía tarde, pero la sirenita no podía apartar los ojos del barco y del apuesto príncipe. Lentamente, de las profundidades del mar surgió un estruendo: las olas empezaron a mecer a la sirenita mientras negros nubarrones se acercaban por el horizonte. Cayó un rayo y se desató una horrible tempestad,  que amenazaba con tragarse al buque y romper su orgulloso mástil. La sirenita comprendió que los hombres estaban en peligro; ella misma tenía que esquivar el golpe de los maderos que las olas lanzaban contra ella, y que amenazaban con aplastarla. Buscó al joven príncipe entre los aterrorizados marineros que buscaban a qué aferrarse, y lo vio  justo cuando el barco se iba a pique. Al principio se alegró mucho, pensando que el príncipe la acompañaría al fondo del mar. Pero entonces recordó que los seres humanos no pueden vivir en el agua y que el príncipe ya estaría muerto cuando llegara al castillo de su padre. Así que se zambulló en mitad del naufragio, y lo encontró justo en el momento en que al príncipe le fallaban las fuerzas y apenas podía mantenerse a flore. La sirenita le mantuvo la cabeza por encima del agua y dejó que las olas los arrastraran a donde quisieran.

Al amanecer, la tormenta había cesado. No se veía ni el menor rastro del barco naufragado, pero el sol coloreaba las mejillas del príncipe, que aún seguía con los ojos cerrados. La sirenita besó su frente y le acarició el cabello mojado: pensó que se parecía a una estatua que una vez ella encontró en el fondo del mar y que trasladó a su jardín privado. Volvió a besarlo y deseó fervientemente que sobreviviera. Por fin vio tierra firme, altas montañas y un frondoso bosque junto al que se levantaba un convento lleno de limoneros y naranjos. El mar formaba allí una caleta de aguas tranquilas y profundas. La sirenita nadó allí con el príncipe y lo tendió en una playa de fina arena blanca. Repicaron entonces las campanas del monasterio, y un grupo de muchachas salió al jardín. La sirenita fue a esconderse tras unas rocas, cubriéndose la cabeza con algas para que no la descubriesen. Una de las muchachas llegó hasta el príncipe: tenía aspecto asustado, pero en seguida se recobró y llamó a las otras. Se acercó mucha gente, y el príncipe recobró la consciencia. Al abrir los ojos por vez primera, vio ante sí el rostro de la muchacha del monasterio, y la sonrió con dulzura y agradecimiento, pero no miró hacia el mar, donde la sirenita asomaba tras una roca. Porque ¿cómo iba a saber el príncipe que ella era su verdadera salvadora? La sirenita se sintió muy triste y, cuando se llevaron al príncipe al gran edificio blanco, se sumergió apenada en el agua y regresó al palacio de su padre. Cuando sus hermanas le preguntaron qué había visto, no les dijo nada. Siempre había sido callada y pensativa, pero desde entonces lo fue mucho más.



Al final ya no lo pudo soportar el silencio y acabó por contárselo a sus hermanas y a algunas amigas íntimas. Una de ellas sabía dónde se encontraba el gran palacio que con toda seguridad era donde habitaba el príncipe. Y cogidas de la mano, subieron a  la superficie y llegaron al lugar: estaba construido con resplandecientes piedras amarillas y tenía varias escalinatas de mármol, una de las cuales descendía hasta el mar. Ahora ya sabía la sirenita dónde vivía el príncipe, así que muchas tardes y muchas noches nadaba hacia aquel lugar. Llegaba por un estrecho canal hasta un extremo del palacio y allí, bajo un balcón de mármol, se sentaba a contemplar al joven príncipe, que creía que se encontraba a solas a la luz de la luna. Lo observaba también oculta entre los verdes juncos, y si alguien veía su velo blanco flotando al viento, pensaba que era un cisne batiendo las alas. 


La sirenita cada vez amaba más a los seres humanos y cada vez deseaba más irse a vivir entre ellos: su mundo le parecía mucho más grande que el suyo propio, ellos podían navegar por el mar y subir a las montañas hasta sobrepasar las nubes. Finalmente decidió preguntarle a su abuela, que conocía muy bien “el mundo superior”.
-  Si los seres humanos no se ahogan – le preguntó- ¿viven entonces para siempre? ¿No mueren como nosotros, la gente del mar?
- ¡Claro que mueren! – respondió la abuela- . Y su vida no es tan larga como la nuestra. Nosotros podemos vivir trescientos años, pero cuando morimos nos convertimos en espuma de mar. También carecemos de alma inmortal, así que no podemos aspirar a otra vida. Pero los seres humanos tienen almas que viven después de que sus cuerpos se hayan convertido en polvo. Ascienden hasta el cielo donde lucen las estrellas, a unas tierras benditas que nosotros jamás podremos ver. 
-¡Oh! – exclamó la sirenita - ¡Cambiaría con gusto los trescientos años de vida que tengo por ser mujer un solo día, y poder vivir luego en ese mundo celestial! ¿No puedo hacer nada para conseguir un alma humana?
-No- dijo la anciana-, a no ser que un hombre te ame tanto que lo seas todo para él. Si sólo piensa en ti y te entrega todo su amor, y un sacerdote pone su mano derecha sobre la tuya, entonces y sólo entonces entrará en tu cuerpo un alma. Pero eso nunca sucederá. Porque lo que en el fondo del mar consideramos más hermoso, que es nuestra cola de pez, allí arriba en la tierra les parece algo monstruoso. No tienen gusto. Para que te consideren hermosa en la tierra debes tener dos torpes columnas, que llaman piernas. 
La sirenita suspiró y miró con tristeza su bellísima cola de pez, que brillaba con irisados tonos de verde y aguamarina. Pero no podía caer en la melancolía: esa noche había un baile en palacio. Tenía trescientos años para bailar, cantar, y nadar bajo las olas.

(PARTE II)

Comentarios

  1. muy inspirador! pero ya haberlo puesto entero mujer!!

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  2. Es que es taaan largo para ser una entrada de blog, que pensé que a la gente le echaría p'atrás leerlo entero jajaja ^_^

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  3. Es muy hermosa la historia me intereso mas saber,pork escuche la cancion BABY DON'T CRY DEL GRUPO EXO DE KOREA KPOP....escuchen la cancion es hermosa y se basa a la historia de la sirenita

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  4. Los dibujos son hermosos, gracias por publicar esto

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