El día que la Piedad de Miguel Ángel me tendió la mano
Yo diría que mi relación con la
Historia del Arte empezó de una manera muy poco convencional.
Estábamos en el viaje de fin de curso, destino Roma, y el panorama
no podía ser más desalentador: yo formaba parte de un humeante
rebaño de cincuenta adolescentes que trotaba por las calles de
la Ciudad Eterna, con la cabeza llena de pajaritos y pajarracos, preguntándonos cómo podríamos liarla para que a nuestro profesor (el “Descapotable”) se le cayeran los últimos
pelos que le quedaban en la cabeza.
Pues en éstas estábamos, ocupados en
tan dignos menesteres, cuando llegamos frente a las fauces abiertas de San Pedro del Vaticano, esas fauces formadas por columnatas que
parecen querer tragarte y regurgitarte en el interior del tempo. Así
que nos dirigimos hacia la entrada, y aquí es cuando la cosa empieza
a ponerse... borrosa.
Mi memoria, esa tía tan divertida, se
ha encargado de difuminar buena parte de lo que pasó y lo único que
me ha dejado en el tintero es el siguiente recuerdo: el de mis amigos
Kike, Joana y yo, tres pequeños mosqueteros con mochila, deambulando
por un Vaticano preñado de silencio. Es raro. Nuestro rebaño, las hordas de turistas... todos han
desaparecido de mi memoria. Igual es una distorsión producida por el
paso del tiempo o una romántica idealización del pasado, pero en lo que a mí respecta, los tres estábamos prácticamente solos bajo la cúpula más alta del mundo. Éramos los p*tos amos.
Recuerdo que aquella mañana llovía a
mares y el Vaticano estaba muy oscuro, iluminado sólo por esa luz
fría y azulada propia de las profundidades marinas. Y mientras
buceábamos por sus penumbras apareció, en una esquina y sin previo
aviso, la chica más preciosa que he visto en mi vida: una chica tallada en mármol, con la mirada gacha y las manos extendidas,
sosteniendo el cuerpo yerto del dios de los cristianos. Una sensación
magnética de atracción nos enganchó a los tres y para allá que
fuimos, como zombis, a sentarnos ante ella.
En mi memoria todo es irreal, pero a la
vez increíblemente nítido. La Piedad de Miguel Ángel estaba sola
en el mundo, flotando ante nosotros y besada apenas por una luz
lechosa que caía de algún ventanuco escondido. Hace falta ser muy
guapa y muy mágica para cerrarles la boca a tres adolescentes pazguatos
en pleno proceso hormonal. Hasta Joana, bruta e irreverente como sólo
pueden serlo las doncellas de Falces, tragó saliva y enmudeció. Y
yo, que desde pequeña siempre he sido sensible a todas estas cosas,
me atornillé en el sitio con los ojos fijos en esa mano de mármol
tallado, y observé.
La mano de la Piedad, al igual que la
mítica estatua de Pigmalión, estaba viva. Era piedra resucitada, y
le atravesaba (de verdad, le atravesaba) la luz. Cómo podía brillar
así, con un fulgor que parecía salir del núcleo pétreo, eso escapaba a mi
comprensión. Pero esa mano tendida tiene gran parte de culpa de la
estúpida decisión que tomé después: la de estudiar Historia del
Arte.
Aun así, creo que hubiera tenido
oportunidad de salvarme de no ser por Kike y por los monjes del
Vaticano. En realidad, ahora que lo pienso, Kike y los monjes tienen
la culpa de todo. Porque si en el momento de mi epifanía adolescente
hubiera tenido a mi lado a Mengano o a Zutano, quizás hubiera
podido poner los pies en la tierra y aterrizar. Pero cuando me giré,
a quien tenía a mi lado era a un Kike de 16 años con cara de
iluminado y los ojos metidos en dos bolsitas de agua que amenazaban
con desbordarse en cualquier momento. Y me miró con esos ojos, que
siempre ven lo mismo que yo, y me di cuenta de que estábamos bien
jodidos por el resto de nuestros días. Que esa virgencita con cara de no haber roto un plato nos acababa de meter tremenda colleja en el
alma, y que iba a dejarnos una marca que tardaría muchos años en
borrarse. La mía todavía sigue ahí, y lo mismo hasta me muero con
ella.
Ese fue el momento que eligieron los
malditos monjes para ponerse a cantar, dándome el último
empujoncito que me faltaba para despeñarme por el abismo de las
profesiones vocacionales. Yo ni siquiera sabía que había monjes en
el Vaticano, sólo obispos chungos y un señor con un gorro blanco
que dice que es el representante de Dios en la Tierra y que le
besemos el anillo. Pero estos monjes, lo juro, cantaban. Y lo hacían
maravillosamente. El sonido nació amortiguado y parecía venir de
todas partes y de ninguna, como lo hacen los sonidos bajo el mar, y
allí nos quedamos... escuchando y mirando, mirando y escuchando,
hasta que el hechizo se rompió y salimos al exterior entre
parpadeos. Allí nos esperaba el “Descapotable” con otro puñadito menos de pelo en la cabeza, gritándonos que dónde leches nos habíamos
metido. Que si éramos tontos o qué.
En fin. Igual podría haberme salvado.
Igual podría haber evitado el desastre de estudiar algo con tan
pocas perspectivas laborales como la Historia del Arte... pero
aquella lluviosa mañana el Vaticano estaba sumergido bajo las olas,
y la Piedad lucía radiante con su mano de piedra viva, y los ojos de
Kike eran dos saquitos de agua y entonces, cuando todavía había
algo de esperanza, los malditos monjes van y se ponen a cantar. Y ya
no hubo marcha atrás.
POSDATA
Han pasado casi veinte años desde mi
viaje de fin de curso a Roma, y uno menos desde que decidí
matricularme en la carrera de Historia del Arte por la Universidad
Complutense de Madrid. Ahora estoy viviendo en Ávila, trabajo en una
empresa que gestiona el patrimonio artístico de la ciudad y todas
las mañanas cruzo el umbral de la Catedral, donde santos y quimeras
me dan los buenos días, para dejar allí mis trastos antes de
ponerme al tajo.
Es curioso, pero precisamente hoy me he
acordado de la mano de la Piedad de Miguel Ángel. Esa mano (maldita
o bendita, todavía no lo sé) que me señaló un camino lleno de
cuestas y curvas, que me ha llevado a barrancos y cunetas y desempleo
y precariedad... pero también a momentos de gran realización
personal y más magia y belleza de la que os podríais imaginar.
Tengo sólo 34 años, así que todavía me queda mucha vida por delante
para decidir si hice bien o no en hacerle caso a la mano de mármol.
Y si al final resulta que no hice bien, si resulta que fue una mala
elección... bueno, la culpa no fue mía. La culpa fue de la Piedad,
de Kike y de los monjes del Vaticano.
Ávila, 30/9/2016
Me alegro de que ese trabajo te haya devuelto sensaciones que quizás tenías un poco aparcadas.
ResponderEliminarMe alegro de que ese trabajo te haya devuelto sensaciones que quizás tenías un poco aparcadas.
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