El día que la Piedad de Miguel Ángel me tendió la mano
Yo diría que mi relación con la Historia del Arte empezó de una manera muy poco convencional. Estábamos en el viaje de fin de curso, destino Roma, y el panorama no podía ser más desalentador: yo formaba parte de un humeante rebaño de cincuenta adolescentes que trotaba por las calles de la Ciudad Eterna, con la cabeza llena de pajaritos y pajarracos , preguntándonos cómo podríamos liarla para que a nuestro profesor ( el “Descapotable”) se le cayeran los últimos pelos que le quedaban en la cabeza. Pues en éstas estábamos, ocupados en tan dignos menesteres, cuando llegamos frente a las fauces abiertas de San Pedro del Vaticano , esas fauces formadas por columnatas que parecen querer tragarte y regurgitarte en el interior del tempo. Así que nos dirigimos hacia la entrada, y aquí es cuando la cosa empieza a ponerse... borrosa. Mi memoria, esa tía tan divertida, se ha encargado de difuminar buena parte de lo que pasó y lo único que me ha dejado en el tintero es el siguiente